Viajar en avión con un acompañante asignado por el destino, como Edmundo Morales Velásquez, es un lujo.
Un caballero del campo, de unos cincuenta y tantos años de edad, delgado, con un bigote impecablemente bien podado, de aspecto relajado, con un cabello corto de hilo negro que no mostraba lo despiadado que puede ser el tiempo con los años, unas manos que el azadón y el machete habían maltratado en las tareas rutinarias de los sembrados, fue mi compañía en este viaje a las tierras del tío Sam.
Un asiento entre nosotros separó por un momento la amistad pasajera que iba a dar inicio con su acertado comentario – “¡Usted pidió ventana, vee!”- y sonrió para mostrarme como el sol se encendía en el metal que revestía unos cuantos de sus dientes frontales. A veces suelo ser un poco distante con los extraños, por lo que le conteste con una mueca amistosa.
Vi como le pedía a la aeromoza una bolsa plástica oscura para poder meter la botella de Zacapa Centenario que venia empaquetada en otra bolsa transparente. Lo entendi. Este es de los míos, pensé. No es de gente noble como nosotros andar mostrando los brebajes que usamos para quitarnos la vida de a poquito. La guardó y la puso abajo del asiento de en frente para acuñarla con sus botas amarillas campestres que estaban manchadas por algún invierno impío que había sepultado los caminos que lo habían visto andar.
El avión encendió las turbinas, lo que dio oportunidad a Edmundo de soltar otro comentario acertado a la aeromoza que pasaba al lado -“¡Vee! Al que tenia este asiento se le olvido venir!”- y señaló el espacio que traíamos en medio. La aeromoza hizo una mueca y le dijo -“¡si, verdad!”- y él sonrió.
En el intervalo antes del despegue tuve la oportunidad de enseñarle como abrocharse el cinturón, reclinar su asiento y conectar los audífonos para escuchar música. Todo esto me lo pago con una sonrisa.
Vale la pena mencionar que usó los audífonos de forma poco tradicional. En lugar de coronarlos sobre su cabeza, se los puso hacia abajo como barba y me dijo -“¡puro Lincoln!”- y se tiró una breve carcajada.
Me contó de su viaje por Washington. De las grandes planicies y edificios que pudo admirar y de la oportunidad que tuvo de montar un “caballo pintillo” de verdad, por veinte dólares.
-“¿Y a que se dedica?”- me preguntó.
-“Pues soy espantapájaros”- le dije yo.
-“Ah bueno, trabaja con la tierra entonces al igual que yo – y sonrió.
Pausamos por un momento. Luego se me acercó para preguntarme si ya íbamos sobre el mar. Abrí la ventana y me dijo -“¡Ahí está vee! El agua azul oscuro. Vamos alto.” Esto dio paso a que me compartiera un poco de su conocimiento espacial contándome que mas arriba de donde volábamos ya no hay aire. Por eso nos vamos moviendo lento. -“Si, la gravedad”- le dije yo. Me sonrió como diciendo -“Aaaay que muchacho tan sonso este”.
Cuando la aeromoza pasó sirviendo las bebidas, Edmundo me dijo: -“Ahí nos van abrir la mera buena. ¡El piquetillo!”- y sonrió. Pidió insistentemente un trago, a la espalda voluptuosa de la aeromoza, quien descortésmente le repitió tres veces -“¡Permítame, por favor!”. Debo confesar que sentí un poco de desagrado hacia la dama que había tratado mal a mi amigo. Seguidamente, ella dio un paso atrás, se inclinó para dirigir su atención hacia Edmundo y le preguntó -“¿Que desea tomar? -“Un güisqui con hielito y Coca Cola”. -“¡Jaa!” -pensé. ¡Un “caballo negro” para tan respetable jinete! Como no me lo pude imaginar antes.
Alcé mi vaso de jugo de manzana para brindar con mi nuevo camarada y note como Fana Robles, esposa de Edmundo, me veía desde la otra fila con esas miradas que tienen las mujeres cuando saben que uno es mala junta. -“¡Salud!” – dijo mi amigo. Y volteé a ver a su mujer como sacándole la lengua con la mirada. -“¡Salud!”.
Ustedes se preguntaran como asumí que esa mujer era su esposa. Sencillo, ninguno de los dos tenia argollas de matrimonio en sus manos, pues allá en donde a la tierra y al cielo los unen el sol y la luna, el verdadero compromiso de amarse se hace con el corazón. Con eso basta para jurarse amor eterno.
Hicimos silencio mientras degustábamos del banquete de sandwich de carne, ensalada rusa y un alfajor que probablemente habían comprado en alguna nube por la que pasamos, porque estaba exquisitamente elaborado, como si lo hubiesen hecho en la gloría. Me comí dos.
Interrumpió el ron roneo de las turbinas para decirme -“¡Este trago no estaba bueno! Como que tenia mucho hielo y poco güisqui. Sabía como acido y estaba hediondo”. A lo que respondí -“Por eso yo siempre cargo el mío ya preparado bajo mi saco” y me sonrió como asegurando que sabía a lo que me refería.
-“¿Cuanto faltará?” – me preguntó. En mi interior no quería responderle porque la charla era demasiado amena para mí.
Pensó, hizo cálculos y me dijo -“Como ya nos dieron merienda y café, ya falta poco”. A escasos minutos habló el piloto para anunciar el descenso. Para haber viajado solamente cinco veces, parecía que ya tenía toda la travesía muy bien calculada.
Cuando llegó la hora de despedirnos me dijo -“Ha sido un gusto”- y yo le dije -“No mi amigo, ha sido un viaje en primera clase”- y le sonreí de vuelta, mientras el me hizo una mueca amistosa de regreso.
En este viaje de dos horas aprendí que las nubes son de lana, los cinturones del avión sirven para apretarlo a uno como si fuera leña, que las lecciones de vuelo no las reciben solo los principiantes, sino también los que creen saber volar y que cuando uno tiene que referirse a la inteligencia de alguien, se le debe de llamar esencia.
Sin duda son esos breves instantes que se recuerdan para siempre. Buena crónica!.
que linda historia, la verdad que los viajes en avión con personas de esa clase son estupendas.. es ameno poder charlar con una persona tan distinta pero tan simpática al mismo tiempo<br />me acuerdo que en uno de mis <a href="http://www.lan.com/es_ar/sitio_personas/promociones/viajar-a-galapagos/index.html" title="viajes a galapagos" rel="nofollow">viajes a galapagos</a> conocí a una mujer
Hola Germán, gracias por el mensaje. <br /><br />Hola Paola, yo también tuve la oportunidad de conocer a una señora en un viaje de Sudamérica de regreso a casa. En toda la situación que viví en ese corto viaje, el destino de las aerolíneas me la puso ahí para darme un consejo. Lee "Los 4 Acuerdos".